Depresión, ansiedad, estrés: naufragio

No fue perder media puerta y quedarme asido a la otra media entre el oleaje, que ahora era más moderado. Ni siquiera el agua fría que me circundaba, ni las tinieblas abisales, ni el negro cielo que se cernía sobre mí, aún amenazador tras el naufragio. Lo que me verdaderamente me turbó fue ver cómo aquel espejo, mi única compañía, se salió de su marco para perderse definitivamente en el fondo de aquel mar, sin remisión. Sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.

Siempre me gustó el mar. Mis mejores recuerdos en la infancia se sitúan con mi familia, visitando a mis tíos en la Costa Cálida, durante las vacaciones de verano. Por eso no me costó decidirme a embarcarme en esta aventura; obtener el titulín y comprar el barco fue todo uno. Primero pequeñas excursiones con amigos, cerca de la costa y en días buenos. Pero el mar te atrapa, te excita. Siempre quería más; ganar distancia en las escapadas, aprovechar al máximo las horas de navegación, burlando las tormentas y buscando el sol. Pronto me vi como un diestro tripulante y, en mi fantasía, como un apuesto capitán de un enorme navío.

A veces salía sólo. Anclado lejos de la costa, mi imaginación volaba. En el espejo de la puerta del reducido camarote me veía seguro de mi mismo, con todo bajo control, feliz e incluso guapo, con ese porte de apuesto galán, casi altanero, que da el sol a los marineros y la vida a la gente feliz. Mi reflejo me felicitaba y me sonreía por todo lo que había llegado a conseguir.

Cuando encontré a mi amor, el barco se convirtió en el refugio perfecto. Cada salida era una verdadera delicia. Una aventura completa que inundaba el barco de amor y que a mi  me llenaba de felicidad. Esa sensación de plenitud me impedía atisbar ningún problema. La navegación siempre era amena y, aún con el mar encrespado en un día de viento, saltábamos juntos las olas y celebrábamos divertidos nuestra pequeña victoria contra Neptuno. El espejo siempre me sonreía.

Pero el amor, como el sol entre las nubes, igual que llegó, se fue. Me vi solo en el barco, buscando aquellos estímulos que me hacían vibrar, pero que ya no hallaría. Recuerdo que mientras me afeitaba ante el espejo, un algo, una exigua presencia de aquel resplandor que un día fui, fugazmente volvía. Era como un breve y cortocircuitado recuerdo que me devolvía por un segundo la esperanza. La esperanza de volver a ser feliz. De volver a ser yo.

Mas en un instante, el barco zozobró y haciéndome perder el equilibrio, me hice un pequeño corte con la cuchilla, volviendo a la cruda realidad. Salí a la cubierta para comprobar asustado que estaba a la deriva y que una tormenta estaba ocupando prácticamente toda la bóveda celeste.  No había rastro de la costa. Intenté arrancar el motor, pero estaba asustado… y solo. En el  móvil no tenía cobertura y nadie contestaba a la radio.

Como pude, intenté gobernar la embarcación y me dispuse de nuevo a arrancar el motor. Esta vez lo conseguí, pero sólo pensé en escapar de aquel lugar. ¿ Hacia dónde ?. Mi incapacidad para pensar en aquel momento, lejos de llevarme a buen puerto, me llevó a estrellarme contra unos arrecifes.

De repente, me vi en el agua, entre restos del naufragio y con la mar embravecida. No había tenido la prudente previsión de colocarme el chaleco salvavidas, así que temí por mi vida. Pero, la visión de mi propio rostro me consoló. Me agarré con fuerza a la puerta de madera del camarote. No sé cuántas horas estuve en el agua. Para mi fueron años. Pero ese trozo de madera, y sobre todo el espejo en el que me reflejaba, me mantuvieron a flote. Hasta que la puerta se descuajeringó.

Me puse a llorar, atónito de mi suerte, mientras aquel retrato de luz se sumergía en las tinieblas. Tuve la sensación de no saber quién era. De estar muerto en vida. Así pasé muchas horas –o años –. Pensé en soltarme, en dejarme ir, exhausto, hacia el fondo. Acabar con todo.

Quiso el destino que un rayo de sol se filtrara, a esa hora de la tarde, por entre las nubes, iluminando mi cara. Agarrado con fuerza al trozo de madera pude ver mi reflejo en el agua. Y lo que vi me gustó. Vi a alguien luchando por sobrevivir. Y aún sabiendo de mi precaria situación quise luchar y esperar el rescate que, sin duda, enviarían desde el puerto. Pero lo mejor de todo es que me di cuenta de que estaba vivo, de que estaba en el mismo mar que siempre me gustó, que tanto me atrajo. El agua fría me hacía sentir mi vida. El mar, que me podía tragar en cualquier momento, sin embargo me hacía flotar. Supe así que mi esencia no era un reflejo, un barco o un amor. Mi esencia era mi capacidad para pelear y para salir adelante en cualquier circunstancia, saboreando la vida. Cada día más lejos de la costa.

Empecé a busca a mi alrededor los recursos que me pudieran servir para ponerme a salvo mientras llegaba el rescate. No me costó trabajo encontrar el kit de supervivencia, una bolsa roja fosforescente, que flotaba entre otros restos. Allí encontré un chaleco salvavidas, una linterna para poder ver en las horas oscuras, una botella de agua y algunas barritas energéticas. También había algunas bengalas, pero sólo tuve que utilizar una. Tras lanzar la primera, a los pocos minutos, pude divisar una barca de salvamento que se dirigió hacia mi para rescatarme y llevarme al puerto.

Ahora, en la serenidad de mi hogar,  escribo esto, sabedor de que la vida es como el  agua y nunca permanece igual. Nunca está quieta. Pero precisamente ese es su principal aliciente, lo que nos mantiene vivos. Todo ha de llegar a su tiempo y nunca hay que tirar la toalla sino buscar la ayuda que se precise. Pero, sobre todo, hay que ser conscientes de que ésta es nuestra particular y preciosa singladura. Y hay que vivirla con esperanza en la felicidad.

 

Francisco Rubio Valdés
Puerto Real, Cádiz. 6 de abril de 2018

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