No es vuestra culpa
Mi más sincera bienvenida a quién puedan interesar estas palabras. Mi nombre es Denis M. Martin y voy, a continuación, a exponer una serie de hechos y conclusiones sobre una etapa de mi vida marcada por una constante lucha contra mí mismo y mi entorno. Ansiedad, depresión y reconstrucción.
Sobre los cimientos:
Mientras duró la enfermedad, fue crucial entender qué me había llevado a aquella situación. Con ayuda profesional y un concienzudo análisis personal, llegué a la conclusión de cuales habían sido los cimientos sobre los que se había asentado la depresión. Resultó ser un trabajo desagradable y extenuante, pero como muchas cosas en la vida dio unos frutos proporcionales al esfuerzo.
Breve resumen. Mi primer cimiento comenzó muy temprano. A la edad de cinco años mi madre recibió una llamada del colegio. Ahí empezó el acoso escolar. Un mal que se extendería por unos diez años que me seguiría a través de tres instituciones educativas y sobreviviría (de hecho, aumentaría) tras una mudanza a otra ciudad. Este hecho me hizo tener que decidir si era yo el que tenía un problema meritorio de acoso, o era cosa de tan diversos y distintos acosadores. Elegí lo segundo, lo cual creo en mi personalidad el primer cimiento, la soberbia: yo soy mejor que ellos, que disfrutan de ser ruines y provocarme sufrimiento.
Este pensamiento, generalizado y mal gestionado por mi mente de infante, además de la separación de mis padres y posterior abandono por la parte paterna, y culminar con unos abuelos y tíos que confiaban en la filosofía de no meterse en asuntos ajenos, devinieron en el segundo cimiento: estar solo es suficiente, estar solo es mejor. Por ello, nunca pedí ayuda, y me hice fuerte respecto al sufrimiento constante de una recién nacida ansiedad social y una sensación de profundo desamparo.
Del tercer y último cimiento no se tanto. Debió de nacer de alguna forma engendrado por una combinación de lo expuesto anteriormente. Una incapacidad para gestionar buenas y malas emociones.
Sobre estos cimientos me construí. La soberbia y la soledad me hicieron rechazar cualquier fuente de ayuda y la inestabilidad emocional me hacía necesitarla como el agua o el aire que respiramos. Así comenzó (en mi humilde opinión de estos fenómenos) la gestación de largos años de mi futura enfermedad.
Al final del camino de Santiago
Sobre la guerra:
Un día, con unos veinte años, y tras discutir una cosa sin importancia con mi novia de aquel entonces, me senté y dejé de poder respirar, o eso me pareció. En realidad, dejó de satisfacerme el aire. Como si me ahogara en un sueño. Tras tres aspirometrias tuve que dar crédito al diagnóstico médico: ansiedad generalizada. Durante seis largos meses respirar y no hacerlo daban la misma sensación, no sé cómo describirlo. Disnea lo llamaron los médicos. Me dolían las costillas de inspirar hasta que no cabía una gota más de aire. Mareos, luces brillantes y manos entumecidas. La guerra se había desatado en mi cuerpo y yo no daba crédito a que un problema de la mente causara sensaciones fisiológicas de esa magnitud. Estaba terminando así la antesala de la depresión.
Mientras duró, la depresión convirtió la vida en apatía y desesperación, en la certeza de que el mundo no estaba hecho para mí y que yo, en otra época seguro de ser el protagonista, era poco más que la sombra de los delirios de un cualquiera. Diría que la guerra había acabado, lo que quedaban eran mis ruinas.
Me refugié en el pensamiento de que, pensara lo que pensara y sintiera lo que sintiera, debía salir de aquello. No me dejaría hundir por la depresión. A veces dudé de esa afirmación y fueron las veces que más me acerqué al abismo. Mi mente, ahora principal conspiradora contra mi bienestar, me bombardeaba con ideas que dañaban mi autoestima constantemente. De las más ilusas e irreales me sabía poner a cubierto, el problema era cuando usaba los errores de mi vida, de los que arrepentía y me daban verdadera vergüenza para mantenerme en un estado de tristeza perpetuo. El problema era saber que de verdad había motivos para sentirme así. Poco a poco, todo en mí se orientó para ver lo malo y para argumentar por qué ese estado de depresión era la forma correcta de sentirse. Por suerte, mi búsqueda de ayuda profesional me dio herramientas para darme cuenta de que todo aquello formaba parte de la enfermedad, y así mantuve la fe en algún día recuperarme.
De senderismo por la naturaleza
Sobre los fuertes y los débiles:
Después de muchas noches entre las ruinas de lo que fui, vinieron las jornadas de largas reflexiones, de donde surgieron la mayoría de las ideas que hoy escribo en estas líneas. Y quiero hacer hincapié en una idea que dará paso al punto final de mi escrito. Esto es, la búsqueda del por qué nos sucede esto a nosotros. Por qué a nosotros si hay tantas personas sufriendo objetivamente situaciones peores que las nuestras, pero aquellos y tantos otros no caen en las garras ponzoñosas de la depresión. Es una conclusión simple, somos débiles. Es, de una u otra forma, culpa nuestra. Si fuéramos fuertes como ellos saldríamos de la situación como quién se despierta después de una pesadilla.
Creo, por largas conversaciones con amigos y desconocidos, que esta lógica tan simple frecuentemente alcanza a las victimas deprimidas y las ancla a ese estado sin fecha de caducidad. Aumenta el deterioro de la falta de autoestima y te hace sentirte vencido incluso antes de plantearte luchar. Pero yo busqué otro discurso que contarme a mí mismo, y quisiera compartirlo sobre todo con aquellos que se vean reflejados en estas líneas, mis hermanos y hermanas. Todo esto… no va de fuertes y débiles.
Mi depresión se originó entorno a los cimientos antes expuestos. Ideas muy concretas que me hicieron desarrollar unas creencias, hábitos y conductas que dieron pie a orientar mi vida hacia la depresión. Orquestado por mí, por otros y en definitiva por el caos que habita en este mundo, creando la sucesión perfecta de catastróficas desdichas. El que unos desarrollemos la enfermedad y otros no tiene que ver con las conclusiones que sacamos al sufrimiento y no al sufrimiento en sí, y me temo que nadie nos ha instruido a ninguno a hacer esto. Por lo tanto, y en mayúsculas: NO ES VUESTRA CULPA.
Lo que si os digo… es que se os ha puesto delante la oportunidad de poder autoproclamar una exótica y exquisita fortaleza: yo vencí la guerra contra mí mismo, y de los vencedores de esta guerra es la verdadera dicha, pues a menudo, es el mayor enemigo.
Sobre finales y comienzos:
Dicho todo lo anterior, solo queda hablar sobre que espera al final de la batalla. Cuando la fe se vuelve realidad y la vida nos acoge de nuevo entre sus hijos favoritos. En mi caso, el fin se sintió como un comienzo. Muy ocasionalmente comencé a tener días de súbita felicidad, buen humor sin sentido aparente. Ver brotes verdes tras tanta tierra con sal fue una subida de autoestima, porque la fe se volvió un hecho… estaba venciendo al final. Yo tenía razón, mi psicólogo tenía razón. La depresión perdió la capacidad entonces de hacerme dudar de todo. Igual que la depresión se forma tras un sinfín de pequeños pasos hacia ella, cada cual con más inercia que el anterior, la recuperación obra de igual forma. Cuanto más te acercas, más inercia llevas y más fácil resulta hasta que un día te consideras a ti mismo recuperado. Nadie te lo dice, la vida fuera de la depresión no es luz y alegría. Pero a diferencia de cuando la enfermedad te tiene atrapado, ves esa luz en muchas más cosas, y te sientes bien con el mundo que te rodea y lo que es más importante, contigo mismo.
Tarde de río con los amigos
Si tuviera que destacar algo, un ingrediente, una cualidad milagrosa a la que aferrarse en los tiempos oscuros, es sin duda la fe. La falta de fe en mí mismo me lanzo a los brazos de la depresión, y cuanto más racional fui respecto a mis defectos, más herramientas tuvo esta para hacerme infeliz y paralizarme. La fe en mi recuperación puso una barrera que la depresión no pudo pasar, y me mantuvo al menos a flote, aunque a la deriva. Y, por último, y por favor esto quizá sea lo único importante de todo lo que ya he escrito: recordad que no necesitáis motivos para quereros a vosotros mismos. No hace falta una narrativa, ni hechos ni logros mínimos para que os améis y os cuidéis. Tened FE en vosotros mismos, y no caigáis en el dulce engaño de la lógica, pues algunos monstruos se nutren de ella.
Ojalá pudiera veros a todos los que sufrís por esta enfermedad porque a mi forma de ver, la guerra que libráis os hace hermosos, y nos hace hermanos.
Salid, somos muchos los que os esperamos ansiosos al final del camino.
Un abrazo,
Denis